"Más vale hablar mucho… y no decir nada"
- Eder Angeles Hernández

- hace 2 días
- 2 Min. de lectura
Hay escenas que se instalan en la cabeza como si fueran un mal recuerdo diseñado para incomodarte a propósito. Te persiguen. Te pinchan. Y mientras más intentas olvidarlas, más se aferran. Tal vez por eso sigo recordando, con una claridad que raya en el disgusto, cierta mañana en la que dos choferes del transporte público se liaron a golpes casi frente a mí.
Pero no fueron los puños lo que me movió el estómago, sino la perrada alrededor: nadie hizo nada. Nadie dijo nada. Nadie intentó siquiera separarlos. Eso sí, todos, absolutamente todos, levantaron el celular como si estuvieran ante un espectáculo imperdible. Y ahí entendí (con una mezcla de vergüenza y tristeza) que lo que estamos normalizando no es la violencia… es el morbo.
Y peor aún: nos está pareciendo suficiente con hablar de la violencia sin decir nada sobre ella. Comentamos, opinamos, tuiteamos, criticamos, maldecimos al transporte público, nos indignamos en redes… pero cuando llega el momento de actuar, de intervenir, de evitar que dos seres humanos se destruyan la cara por una vuelta prohibida o por ganar el pasaje, preferimos ser camarógrafos improvisados. Todo se vuelve “contenido”. Todo se vuelve viral. Todo se vuelve ruido.
Octavio Paz solía decir que “la indiferencia es una forma de complicidad”, y vaya que duele leerlo cuando lo ves materializado en plena calle, a las siete de la mañana, mientras uno solo se pregunta: ¿en qué momento dejamos de ser sociedad para convertirnos en espectadores?
El golpe ya no sorprende. La agresión ya no sacude. Hoy la violencia es parte del paisaje cotidiano, como el tráfico, como los baches, como las obras que nunca terminan, como el “ya casi” del funcionario en turno. La mera bandita anda anestesiada: ve, graba, sube y sigue. Y es precisamente ese “contenido viral” lo que nos está hundiendo más rápido que los pleitos mismos.
Porque mientras nos entretenemos viendo cómo dos choferes se desquitan sus frustraciones laborales a trompadas, se cuela otra reflexión incómoda: esta es la misma sociedad que exige paz, respeto, orden y empatía… pero que guarda el celular solo hasta que termina la pelea. ¿Cómo pedimos autoridad si ni siquiera pedimos humanidad?
Lo más irónico es que vivimos en la era de la palabra abundante y el significado escaso. Hoy se habla mucho y no se dice nada. Hay discursos que duran horas y no comunican ni tres ideas. Hay políticos que llenan titulares con frases que no resisten un análisis de 15 segundos. Y hay quienes denuncian la violencia desde estudios con aire acondicionado, sin ver que la verdadera tragedia es que ya forma parte de nuestra rutina emocional.
Ese día, después del intercambio de puñetazos, cada chofer volvió a su unidad como si nada: uno con el labio partido, otro con el orgullo torcido. Y la gente, la misma gente que grabó como si fuera función de circo, también como si nada. Fue entonces cuando entendí que quizá la violencia no está aumentando: lo que está aumentando es nuestra capacidad de convivir con ella sin que nos duela.
Y eso, tristemente, es más alarmante que cualquier golpe. Porque un país puede sobrevivir a los pleitos en la calle. Pero no a la indiferencia de toda la perrada.










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